El valor del habla consciente
Transcripción del Encuentro Baraka del 2 de noviembre con Fernando Rodríguez.
Hoy nos reúne un tema central: lo que caracteriza a la especie humana, ese 0,01 % que nos diferencia del resto de los animales, es que somos seres simbólicos.
Somos capaces de generar un mundo a partir de símbolos. Pero, sobre todo en Occidente, nos hemos creído que ese mundo simbólico es la única verdad que atender, en vez de sentir nuestros cuerpos y hacernos responsables de nuestra vivencia personal y de la de quienes nos rodean.
La humanidad ha sobrevivido y crecido precisamente porque hemos tenido la palabra como medio para no estar continuamente en guerra.
En la naturaleza, predomina la ley del más fuerte: “yo te como porque puedo”. Pero los humanos, y muchos mamíferos también, hemos desarrollado la capacidad de pactar: “tú te ocupas de esto, yo me hago cargo de aquello”. Así creamos espacios de paz.
El habla, diferente del lenguaje, genera ese espacio de convivencia. No es solo lo que se dice, sino cómo me muevo, la distancia que mantengo, lo que transmito con la cara y los gestos. Todo eso también construye el diálogo.
Hoy en día vivimos una crisis: nos hemos dado cuenta de que el lenguaje no puede vehicular la verdad absoluta, porque es solo una representación parcial, contextual y momentánea de la realidad.
Por eso hablamos del “tiempo de la postverdad”. Sin embargo, esas verdades parciales tienen un valor enorme: nos permiten convivir, querernos, cuidarnos… algo muy característico de nuestra especie.
El problema surge cuando nos aferramos a las palabras como si fueran la única verdad, olvidando que detrás de ellas corre toda la vida. Entonces, en vez de ser un lugar de convivencia, el lenguaje se convierte en un lugar de confrontación.
Eso es un poco lo que nos está pasando como especie.
Un sutta sobre el diálogo
Hay un sutta que ofrece una guía profunda sobre cómo discernir la verdadera sabiduría en la comunicación. Nos enseña que una persona es digna de conversar no por su erudición, sino por su capacidad de responder con precisión, coherencia y presencia. Señala como persona digna para conversar alguien que da respuestas categóricas cuando se requieren, analíticas cuando se necesitan, contrapreguntas cuando ayudan a profundizar, y silencio cuando la pregunta no merece ser contestada. Alguien que evita desviarse del tema, no se deja llevar por emociones negativas como la ira o el enojo, y nunca denigra, ridiculiza ni se aferra a errores menores del interlocutor. Su comunicación se alinea con la realidad, con las enseñanzas validadas por la experiencia y con el proceder ético y racional.
Por el contrario, no sería una persona digna de conversación quien habla sin escuchar, responde sin discernimiento, se enfada fácilmente o busca humillar al otro, muestra una mente aún atrapada en el ego y el apego.
Se entiende que la verdadera conversación no es un debate para imponer opiniones, sino un puente hacia la liberación: un espacio donde se conoce una cualidad, se comprende su naturaleza, se abandona lo que causa sufrimiento y se reconoce la verdad que libera. Escuchar con atención es el primer paso hacia este despertar. El sabio habla solo cuando es oportuno, con palabras justas, serenas y bien intencionadas: sin arrogancia, sin desprecio, sin envidia, sin necesidad de demostrar superioridad. Su intención no es vencer, sino sanar; no es convencer, sino iluminar. Así, la conversación auténtica —la de los despiertos— se convierte en una práctica de atención consciente aplicada al diálogo: un acto de compasión, claridad y libertad interior.
Comentario
A mí personalmente me llaman la atención dos cosas en este sutta.
En primer lugar la idea de que hay gente con la que no merece la pena conversar. Me parece chocante, sobre todo en un contexto cuyo valor central es la compasión. También me resulta chocante para nuestra cultura que denominamos democrática, basada en el intercambio, el pacto, la comprensión del diferente.
Pero en esta enseñanza se dice claramente que “hay personas con las que no conviene hablar”. Es una gran enseñanza. Porque muchas veces vemos hay personas que no tienen intención de conversar, solo de pelear, negar o confrontar.
El valor de la palabra es una conquista humana… pero no una conquista lograda.
Vivimos en sociedades formalmente democráticas, pero hay gente que no tiene una mentalidad democrática: no acepta que pueda estar equivocada o que su verdad sea parcial.
La segunda cosa que me impacta es que, en este sutta, el habla parece tener solo una función relacional con el otro, no con uno mismo.
Pero nosotros tenemos la mente llena de palabras, de voces internas con distintos tonos y actitudes.
Y como meditadores, nos interesa profundamente esa dimensión: el diálogo interno.
La postura erguida en meditación —aunque sea en silla— transmite una actitud: yo me sostengo por mis propios medios.
Esa verticalidad es como una “democracia corporal”: nos sostiene, nos permite descubrir qué nos saca de la quietud, qué impulsos surgen desde lo profundo.
Cuatro cualidades del habla consciente
En el dhamma se proponen cuatro criterios para una comunicación sana:
- Evitar la frivolidad: no caer en el “hablar por hablar” —chismes, cotilleos, trivialidades sobre reyes, guerras, ropa, celebridades, el origen del mundo…—. Eso contamina la mente y desvía del despertar.
- Amabilidad (mettā): no buscar ganar, imponerse o degradar al otro. Tampoco es necesaria una amistad profunda: basta con un intento de armonía mutua.
- Utilidad: preguntarnos: ¿es útil decir esto ahora? ¿Contribuye al bien común? ¿Mantiene o rompe la conexión?
- Veracidad: la más difícil, porque somos maestros del autoengaño. Podemos creer que decimos la verdad, cuando solo decimos nuestra versión conveniente.
Aquí entra una enseñanza práctica:
- Si algo no es verdadero, ni beneficioso, ni agradable, mejor no hablar.
- Si es verdadero, pero no beneficioso ni agradable, mejor callar.
- Si es verdadero y beneficioso, pero desagradable, hay que buscar el momento adecuado.
- Si es verdadero y agradable, pero no beneficioso, tampoco conviene decirlo.
- Si es verdadero, beneficioso y agradable, igualmente hay que elegir el momento.
El habla consciente requiere discernimiento, no solo buenas intenciones.
El habla en la meditación
En la práctica meditativa, el discurso interno es inevitable. Surgen palabras, narrativas, recuerdos, planes… Eso es lo “superficial” de la mente. Pero en vez de reprimirlo con violencia (“¡esto no es meditación!”), podemos reconocerlo con atención: “Ah, esto es cotilleo mental.”; “Esto es autoengaño.”; “Esto es queja.”
Etiquetar lo que surge no es juzgar, sino conciencia analítica.
Y aquí aparece una gran trampa: cuando surge el “otro” en nuestra mente, casi siempre es una proyección. Lo que creemos ver en el otro suele ser una parte no integrada de nosotros mismos —lo que Jung llama “la sombra”.
Darse cuenta de eso es uno de los mayores desafíos de la meditación.
Además, hay una guía somática, que es nuestra brújula: la sensación corporal como testigo de la calidad de nuestro diálogo interno.
- Cuando la mente discurre sin rumbo, el cuerpo se agita.
- Cuando surge una comprensión genuina, el cuerpo se alivia.
En conclusión.
“No merece la pena conversar” no significa no estar presente ni no escuchar. A veces, solo escuchar —sin intentar arreglar nada— permite que la otra persona se autoescuche. El texto dice: “uno que presta oído se aproxima”. La escucha es la puerta.
La meditación nos entrena para escucharnos a nosotros mismos. Y en diálogo, para escuchar antes de responder, aunque el silencio parezca incómodo.
Y no está de más recordar la regla de oro del budismo: no crear sufrimiento. Si algo que voy a decir va a causar daño innecesario… mejor no decirlo.


